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Entre fantasmas

  • Foto del escritor: Jesús Omar Rodríguez
    Jesús Omar Rodríguez
  • 28 nov 2018
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 29 nov 2018

Siempre he creído vivir entre fantasmas.

Desde que tengo memoria camino día con día las calles de esta ciudad a la que amo profundamente. No fue aquí donde llegué al mundo pero podría decirse que mis ojos se abrieron aquí. Aquí la conocí, con ella recorrí estas mismas calles en un tiempo tan lejano que a veces me preguntó si en realidad ocurrió o todo es fruto de mi imaginación, reminiscencias de sueños pasados. Cierro los ojos y al evocarla puedo sentir el suave aroma de su cuello, pareciera que está aquí todavía.


Esta, mi ciudad, ha cambiado, aunque su esencia sigue intacta. Supongo que con el tiempo me he vuelto una figura habitual de la misma pues nadie toma especial atención a mi presencia, siguen su rutina caminando a paso rápido para atender cada quien sus quehaceres. Me sentiría excluido si no me diera cuenta que entre ellos hacen lo mismo. Atrás quedaron los tiempos de saludar al extraño con un “buen día” y pararse a conversar con el amigo o la comadre, darse un abrazo y enviar los mejores deseos a casa.


Los niños son caso aparte, quizás por su inocencia algunos me dirigen una mirada curiosa y una sonrisa. Unos cuantos me observan temerosos y se aferran a sus padres, supongo que es porque a veces me olvido de afeitarme y mis barbas me hacen parecer un rufián digno de ser evitado. Cuando me siento en una banca a ver pasar la gente en su interminable andar no falta el huesudo canino que se sienta a mi lado, los “chuchos” parecen disfrutar mi compañía aunque no tenga nada que ofrecerles.


No dejo de visitar “El Rosario”, esa sencilla fondita que persiste a través de los años. El aroma de su comida es uno de los pocos placeres que puedo darme el lujo de tener. En sus paredes cuelgan fotografías antiguas de la ciudad, disfruto perderme en ellas para no olvidar cómo era. A menudo alguien comparte mi mesa pero la gente hoy ya no habla con extraños, ni siquiera cuando comparten un momento tan íntimo como la comida, tienen al lado sus pequeños teléfonos que parecen más un televisor miniatura y los observan compulsivamente, les sonríen, escriben y vuelven a ponerlos sobre la mesa para repetir el ritual una y otra vez.



Al caer la tarde me gusta sentarme en una banca de la alameda, cuando oscurece comienza el desfile de los enamorados por el parque y sin duda mi época favorita es cuando la niebla invade la ciudad y sólo veo siluetas oscuras entre la cortina blanca apenas iluminada por los candiles de las calles cuyo halo de luz rememora una flor de diente de león. En esos días me gusta caminar la ruta que lleva a su casa, esa que recorríamos tras pasar un rato en nuestra banca, cuando el reloj de la parroquia debía marcar el tiempo de volver para evitar una reprimenda, aunque no podíamos verlo entre la niebla y la llovizna.


Se abrazaba a mí sabedora de que era hora de iniciar la caminata como si nunca quisiera irse, como si pudiese congelar ese momento y parar el devenir del tiempo. Me gustaría decirle que de cierta forma lo logró, sentado aquí mientras la niebla me envuelve cierro los ojos y siento su abrazo, su respiración, su calor, su aroma…


Abro los ojos y me encuentro sólo en la fría arboleda del parque, camino entonces siguiendo las huellas de esos muchachos que un día fuimos y ya no seremos nunca más. Llego al puente del río y me detengo, me detengo como a veces nos deteníamos a mirar el caserío antiguo que bordea sus orillas. Luego se giraba para mirarme y, olvidando la mínima prudencia, colocaba sus manos sobre el concreto y se impulsaba de un salto hacia atrás para sentarse sobre el borde de la bardilla bajo la cual, quince metros abajo fluían las aguas entre rocas. Entonces de inmediato rodeaba su cintura con mis brazos y entrecruzaba mis manos con toda mi fuerza en sus espaldas, podrían arrancarme los brazos antes que yo deshiciese ese nudo que la protegía de cualquier caída. Y ella reía, no sé si reía por imprudente, no sé si le divertía mi cara de terror o quizás reía de saberme realmente tan atado a ella que jamás la dejaría caer. Pasado el susto no era infrecuente que yo separase mis brazos de su espalda, ante la falta del apoyo el vértigo la hacía perder el equilibrio y se aferraba a mi cuello reprochándome “la maldad”. Y entonces era yo quien reía, porque pensaba que si bien yo estaba atado a ella, ella no dejaría de aferrarse a mí.


Abro los ojos y estoy parado frente a la misma baranda de concreto, el río suena abajo su eterno rumor y el caserío del la orilla y los perfiles de las construcciones de la ciudad son apenas perceptibles entre la niebla. Respiro profundamente la humedad de la noche y sigo caminando sobre nuestros pasos.


A veces me detengo y veo ese pórtico donde nos perdíamos un rato, el camino a su casa estaba lleno de escalas como el del viajero sin prisa por llegar a su destino. Hay rescoldos de ella por todos lados.


Finalmente llego a su casa, la encuentro abandonada como desde hace tanto, de cuando en cuando hay un cristal menos en las ventanas, la pintura original ya no se distingue entre tantos trazos dejados por el “grafitero” sin talento que se dedica a hacer marcas ilegibles por las calles de la ciudad sacando a los habitantes de las casas que lo padecen un coraje cada mañana. El escalón de la entrada sigue ahí, aunque lleno de yerba que crece a su alrededor, custodiando una puerta despintada y sin cristales que ha cambiado su chapa por una cadena oxidada y un candado enmohecido. En ese mismo escalón nos sentamos muchas veces a conversar, ahí mismo sentados lado a lado ella dejaba caer su cabeza en mi hombro. La ventana de la sala queda con apenas algunos trazos de cristal y ya sin aquella cortina tras la cual a hurtadillas su madre se asomaba para “vigilarnos” mientras estábamos en ese quicio de la puerta. ¿Sabría ella que siempre se notaba su presencia? Quizás sí, quizás incluso lo hacía adrede “tal vez así por fin se vaya” pensaría.



Y sí, su casa sigue ahí aunque no queda nadie que la habite, desde el día que se fue de esta ciudad no volvió más. La vida la llevó a otro sitio, a recorrer otras calles (quizás sin neblina), a otros brazos, aunque estoy seguro que estos nunca se soldarían con la fuerza de los míos para contener su caída ni ella se aferraría a otro cuello con tanto afán. Nunca volví a verla, yo me quedé atado a esta tierra o quizás atado a sus pasos conmigo en ella.


Le doy un último vistazo a estas ruinas y me vuelvo a caminar entre la niebla, esporádicamente las luces de un auto aparecen por las callecillas que recorro.


Con frecuencia me sorprendo caminando en el viejo cementerio, siempre han tenido para mí una fascinación especial las tumbas antiguas y en este, hay verdaderas obras de arte. Desde mausoleos imponentes hasta humildes plaquitas de piedra que han prevalecido más de dos siglos testificando la existencia de quien fue sepultado ahí. Ángeles y santos de todos tamaños, parece una ciudad en miniatura de épocas pasadas. Hasta eso ha cambiado, hoy ya sólo dejan una cruz o una placa insípida apenas para identificar los sepulcros. Y paso ratos visitando a mis muertos, aunque no nací en esta ciudad con el tiempo fui haciéndome de amigos que se volvieron familia, de los que soy deudo ahora y a quienes recito una oración en su memoria.


Después vuelvo a recorrer las calles de esta ciudad y la rutina se repite como un bucle interminable, no sé si soy yo quien se ha incrustado en ella o es ella quien se ha incrustado en mí.


Camino por las calles, soy tan familiar que nadie parece reparar en mi paso, caminan como fantasmas aunque a menudo me he preguntado si el fantasma soy yo…

 
 
 

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